José Rossell Villasevil
El abuelo Juan
Espabilado le salió el hijo Juan al orondo pañero de Córdoba; así es que, en cuanto fue oportuno le mandó a Salamanca, donde con mucha aplicación y no escasas buenas dotes, el aventajado muchacho se licenciara brillantemente en Derecho.
Veinteañero era aún el neófito jurista, cuando ya ejercía de letrado en el Real Fisco de la Inquisición cordobesa, saliendo milagrosamente indemne -como su familia- de aquel infierno creado por el funesto inquisidor, Diego Rodríguez de Lucero, auténtico psicópata genocida cuyos desmanes, y reacciones defensivas ciudadanas, obligaran a tomar cartas en el asunto al Consejo Real, y a que restableciera el orden por su mandato, la figura más que respetable y ecuánime del recién nombrado Inquisidor General Ximénez de Cisneros.
El prestigio del joven licenciado le permitió ocupar cargos relevantes en la Administración, por tierras de Castilla, siendo el primero en Alcalá de Henares en 1509, donde ejerciera como teniente de Corregidor. En la histórica Villa complutense, vendría a este mundo Rodrigo, el padre de Miguel. Y como los cargos públicos, “políticos” diríamos hoy, entonces no duraban más de tres años, don Juan y su familia regresaban en cada cese a su Córdoba natal, tomando el Camino Real de la Plata -tan pateado por tres generaciones de los Cervantes- y reanudándola cada nueva toma de posesión. Así, el abuelo, durante siete lustros deambulando por tierras de Alcalá, Toledo, Cuenca, Ocaña, Guadalajara, Valladolid, y de nuevo la Alcalá más íntima y obligada, donde había de contraer matrimonio Rodrigo, casarse y nacerle, entre otros, el hijo inmortal.
Nos produce admiración, vistos los acontecimientos desde el reflexivo prisma actual, cuánto tiempo se toma, y con qué precisión matemática, la Ley de la genética para ir conformando a las personas excepcionales que designa la Providencia.
Con don Juan comienza la diáspora de los Cervantes, inquietos andariegos de por vida, como el hijo Rodrigo y luego el nieto Miguel. El Genio escribiría una frase, para mi impresionante: “Que no se mueve la hoja en el árbol, sin la voluntad de Dios”.
A esto bien podía agregarse el refrán, “Los abuelos comen la acedera y los nietos padecen la dentera”. ¿No era todo, acaso, consecuencia del mandato racial de esa parte de sangre judaica que podía correr por las venas de los Cervantes?
Designio inexorable de las castas, diría don Américo Castro.
Corroborando el pensamiento, y como quiera que el avezado don Juan, ni era trigo limpio ni le salían las cosas siempre redondas, de sus últimos cargos castellanos, lugarteniente de la Alcaldía de Alzadas en la Capital alcarreña, hubo de poner tierra por medio, a la muerte de don Diego Hurtado de Mendoza, para litigar contra sus herederos, los todopoderosos Duques del Infantado; mas el hecho de avecindarse en la Capital vallisoletana, y no obstante haberles ganado hábilmente la partida, no le libra de ir a la cárcel, como luego fuese a la misma el pobre Rodrigo y más tarde el autor del Quijote. ¿Corolario insondable del Destino o injusta rémora de una raza estigmatizada?